18 de abril de 2025 — Viernes Santo
Hoy es uno de esos días que se quedan tatuados. Eran cerca de las once de la mañana. Isabella y yo aún estábamos en ese limbo entre las sábanas y la realidad, cuando María Elena irrumpió en la habitación. Entró confundida, agitada, con el rostro desencajado. “No sé qué pasó… no sé…” decía con la voz quebrada.
Mi primera reacción fue instintiva: aterrizarla. Le pedí que se sentara y empecé a hacerle preguntas suaves, como si anclara su mente poco a poco.
—¿Sabe quién soy yo?
—Sí. Eres el esposo de mi hija.
—¿Y su hija quién es?
—Ella.
—¿Y cuántos nietos tiene?
—Dos…
—Tres —le recordé—: Miguel, Eduardo y Berlín.
Y entonces algo en su mirada se acomodó.
—Eduardo… ese ya lo veo grande. Y Miguel es el mayor, ¿verdad? Pero como ya está más grande, ya no lo veo. Y Berlín… es el más chiquito.
Nombrarlos la fue trayendo de vuelta. Como si sus nombres fueran faros en medio de la neblina.
Le expliqué una vez más —quizás la centésima vez— lo de su enfermedad. Que su memoria iba a hacerle estas jugadas, que nosotros estábamos aquí para acompañarla. Le recordé por qué vivía con nosotros, por qué estamos juntos en esta etapa.
Mientras tanto, Isabella se acercó con ternura y le dijo que tal vez lo que sentía era la falta de su papá. Que no se preocupara, que pronto vendría. No es cierto del todo, pero en ese momento la verdad puede ser cruel; la calma, en cambio, es un acto de amor.
Mi suegro, aún vivo, sigue en Tabasco. Le teme al frío y Nueva York no es amable en abril. Ella, confundida, nos había dicho que apenas se dio cuenta de que “ya no estaban sus gentes”. Solo él le queda.
Después de un rato, algo dentro de María Elena pareció encajar. Dijo:
—Ya no vivo en una casa grande.
—No —le respondí—. Vive aquí. Y antes vivía en un departamento en Villahermosa.
Eso también pareció tranquilizarla.
Entonces, como una escena salida de una película que no se decide entre el drama y la ternura, Isabella la abrazó y la guió hacia la cocina. “Lo que pasa —le dijo— es que no has desayunado y no sabes estar sin mi papá. Vamos a ayudarte.” Fue un momento profundamente hermoso. Ella estaba rota, preguntándose por qué le había pasado esto, por qué esta enfermedad.
Isabella y yo tenemos una teoría —quizás una forma de consuelo—: a veces el Alzheimer elige a personas que dejaron de ser ellas mismas por completo, que vivieron para los demás hasta desaparecer. María Elena fue una esposa sumisa, modelada a imagen de lo que mi suegro decidía. Tal vez, con el tiempo, eso disolvió su identidad.
Y aquí estamos. Un viernes sin escuela, sin trabajo, sin planes. Solo el presente. María Elena tuvo un episodio fuerte, pero también un regreso momentáneo. Isabella tuvo un día con fuerzas nuevas. Y yo… yo estoy cansado, sí, pero sigo.
Con bastante humor, con ternura, con una mezcla de resignación y esperanza, seguiremos brincando cada obstáculo.
—Pablo Eduardo